martes, 6 de julio de 2021

Imagen viajera

De esto hace algunos días. El inmenso Brasil saltó encima del barco.
Desde temprano la bahía de Santos fue cenicienta, y luego las cosas emanaron su luz natural, el cielo se hizo azul. Entonces la orilla apareció en el color de millares de bananas, acontecieron las canoas repletas de naranjas, monos macacos se balanceaban ante los ojos y de un extremo a otro del navío chillaban con estrépito los loros reales.
Fantástica tierra. De su entraña silenciosa ni una advertencia: los macizos de luz verde y sombría, el horizonte vegetal y tórrido, su extendido, cruzado secreto de lianas gigantescas llenando la lejanía, en una circunstancia de silencio misterioso. Pero las barcas crujen desventradas de cajones: café, tabaco, frutas por enormes millares, y el olor lo tira a uno de las narices hacia la tierra.
Allí subió aquel día una familia brasilera: padre, madre y una muchacha. Ella, la niña, era muy bella.
Buena parte de su rostro la ocupaban sus ojos, absortos, negrazos, dirigidos sin prisa, con abundancia profunda de fulgor. Debajo de la frente pálida hacen notar su presencia en un aleteo constante. Su boca es grande porque sus dientes quieren brillar en la luz del mar desde lo alto de su risa. Linda criolla, compadre. Su ser comienza en dos pies diminutos y sube por las piernas de forma sensual, cuya maduridad la mirada quisiera morder.
Despacio, despacio va el barco costeando esas tierras, como si hiciera un gran esfuerzo por desprenderse, como si lo atrajeran las voces ardientes del litoral. De pronto caen sobre cubierta muy grandes mariposas negras y verdes, de pronto el viento silba con su aire caliente desde tierra adentro, tal vez trayendo la crónica de los trabajos de las plantaciones, el eco de la marcha sigilosa de los seringueiros hacia el caucho, otra vez se detiene y su pausa es una advertencia.
Porque aguas andando llegamos a la línea ecuatorial. En el desierto de agua como aceite penetra el barco sin ruido, como en un estanque. Y tiene algo de pavoroso este acceso a una atmósfera caliente en medio del océano. Dónde comienza ese anillo incendiado? El navío marcha en la más silenciosa latitud, desierta, de implacable ebullición apagada. Qué formas fantasmas habitarán el mar bajo esta presión de fuego?
Marinech, la brasilera, ocupa cada tarde su silla de cubierta frente al crepúsculo. Su rostro levemente se tiñe con las tintas del firmamento, a veces sonríe.
Es amiga mía, Marinech. Conversa en la melosa lengua portuguesa, y le encanto su idioma de juguete. Quince enamorados la rodean formando un círculo. Ella es altiva, pálida, no muestra preferencia por ninguno. Su mirada, cargada de materia sombría, está huyendo.
Bueno, las tardes al caer en la tierra se rompen en pedazos, se estrellan contra el suelo. De ahí ese ruido, esa oquedad del crepúsculo terrestre, esa greguería misteriosa que no es sino el aplastarse vespertino del día. Aquí la tarde cae en silencio letal, como el desplomarse de un oscuro trapo sobre el agua. Y la noche nos tapa los ojos de sorpresa sin que se oigan sus pasos, queriendo saber si ha sido reconocida, ella, la infinita inconfundible.

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