domingo, 18 de julio de 2021

La noche del soldado

  Yo hago la noche del soldado, el tiempo del hombre sin melancolía ni exterminio, del tipo tirado lejos por el océano y una ola, y que no sabe que el agua amarga lo ha separado y que envejece, paulatinamente y sin miedo, dedicado a lo normal de la vida, sin traje, sinceramente oscuro. Así, pues, me veo con camaradas estúpidos y alegres, que fuman y escupen y horrendamente beben, y que de repente caen, enfermos de muerte. Porque dónde están la tía, la novia, la suegra, la cuñada del soldado? Tal vez de ostracismo o de materia muren, se ponen fríos, amarillos y emigran a un astro de hielo, a un planeta fresco, a descansar, al fin, entre muchachas y frutas glaciales, y sus cadáveres, sus pobres cadáveres de fuego, irán custodiados por ángeles alabastrinos a dormir lejos de la llama y la ceniza.
  Por cada día que cae, con su obligación vesperal de sucumbir, paseo, haciendo una guardia innecesaria, y paso entre mercaderes mahometanos, entre gentes que adoran la vaca y la cobra, paso yo, inadorable y común de rostro. Los meses no son inalterables, y a veces llueve: cae del calor del cielo una impregnación  callada como el sudor, y sobre los grandes vegetales, sobre el lomo de las bestias feroces, a lo largo de cierto silencio, estas lágrimas del viento monzón, saliva salada caída como la espuma del caballo, y lenta de aumento, pobre de salpicadura, atónita de vuelo.
  Ahora, dónde está esa curiosidad profesional, esa ternura abatida que solo con su reposo abría brecha, esa conciencia resplandeciente cuyo destello me vestía de ultra azul? Voy respirando como hijo hasta el corazón de un método obligatorio, de una tenaz paciencia física, resultado de alimentos y edad acumulados cada día, despojado de mi vestuario de venganza y de mi piel de oro. Horas de una sola estación ruedan a mis pies, y un día de formas diurnas y nocturnas está casi siempre detenido sobre mí.
  Entonces, de cuando en cuando, visito muchachas de ojos y caderas jóvenes, seres en cuyo peinado brilla una flor amarilla como el relámpago. Ellas llevan anillos en cada dedo del pie, y brazaletes, y ajorcas en los tobillos, y además collares de color, collares que retiro y examino, porque yo quiero sorprenderme ante un cuerpo ininterrumpido y compacto, y no mitigar mi beso. Yo peso con mis brazos cada nueva estatura, y bebo su remedio vivo con sed masculina y en silencio. Tendido, mirando desde abajo la fugitiva creatura, trepando por su ser desnudo hasta su sonrisa: gigantesca y triangular hacia arriba, levantada en el aire por dos senos globales, fijos ante mis ojos como dos lámparas con luz de aceite blanco y dulces energías. Yo me encomiendo a su estrella morena, a su calidez de piel, e inmóvil bajo mi pecho como un adversario desgraciado, de miembros demasiado espesos y débiles, de ondulación indefensa: o bien girando sobre sí misma como una rueda pálida, dividida de aspas y dedos, rápida, profunda, circular, como una estrella en desorden.
  Ay, de cada noche que sucede, hay algo de brasa abandonada que se gasta sola, que cae envuelta en ruinas, en medio de las cosas funerales. Yo asisto comúnmente a esos términos, cubierto de armas inútiles, lleno de objeciones destruidas. Guardo la ropa y los huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se va uniendo, y el dios de la substitución vela a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espalda.

sábado, 17 de julio de 2021

Carta a Héctor Eandi

Rangoon, 11 de mayo de 1928
Señor H. I. Eandi

  Querido amigo: Quiero salir ahora de un estado de espíritu verdaderamente miserable escribiéndole en contestación a su valiosa y noble carta que he leído tantas veces con mucho placer. A medida que he ido viviendo he hecho más y más difícil mi trabajo literario, he ido rechazando y enterrando cosas que me eran bien queridas, de tal manera que me lo paso en preocupaciones pobres, en pensamientos escasos, influenciado por esas súbitas salidas, cuyo contenido voy reemplazando muy lentamente. Pensaba en su carta, en su significación tan amigable y tan digna, y me he sentido desvalido, cruelmente incapaz.
  A veces por largo tiempo estoy así tan vacío, sin poder expresar nada ni verificar en mi interior, y una violenta disposición poética que no deja de existir en mí, me va dando cada vez una vía más inaccesible, de modo que gran parte de mi labor se cumple con sufrimiento, por la necesidad de ocupar un dominio un poco remoto con una fuerza seguramente demasiado débil. No le hablo de duda o de pensamientos desorientados, no, sino de una aspiración que no se satisface, de una conciencia exasperada. Mis libros son ese hacinamiento de ansiedades sin salida. Usted, Eandi, al preocuparse por mí con tanta inteligencia se acerca a mí más allá de la significación literaria, me toca usted en lo más profundo y personal. Tengo que abrazarlo, Eandi, debo agradecerle mucho.

{P. N.}

Colección norturna

He vencido al ángel del sueño, el funesto alegórico:
su gestión insistía, su denso paso llega
envuelto en caracoles y cigarras,
marino, perfumado de frutos agudos.

Es el viento que agita los meses, el silbido de un tren,
el paso de la temperatura sobre el lecho,
un opaco sonido de sombra
que cae como un trapo en lo interminable,
una repetición de distancias, un vino de color confundido,
un paso polvoriento de vacas bramando.

A veces su canasto negro cae en mi pecho,
sus sacos de dominio hieren mi hombro,
su multitud de sal, su ejército entreabierto
recorren y revuelven las cosas del cielo:
él galopa en la respiración y su paso es de beso:
su salitre seguro planta en los párpados
con vigor esencial y solemne propósito:
entre en lo preparado como un dueño:
su substancia sin ruido equipa de pronto,
su alimento profético propaga tenazmente.

Reconozco a menudo sus guerreros,
sus piezas corroídas por el aire, sus dimensiones,
y su necesidad de espacio es tan violenta
que baja hasta mi corazón a buscarlo:
él es el propietario de las mesetas inaccesibles,
él baila con los personajes trágicos cotidianos:
de noche rompe mi piel su ácido aéreo
y escucho en mi interior temblar su instrumento.

Yo oigo el sueño de viejos compañeros y mujeres amadas,
sueños cuyos latidos me quebrantan:
su material de alfombra piso en silencio,
si luz de amapola muerdo con delirio.
Cadáveres dormidos que a menudo
danzan asidos al peso de mi corazón,
qué ciudades opacas recorremos!
Mi pardo corcel de sombra se agiganta,
y sobre envejecidos tahúeres, sobre lenocinios de escaleras gastadas,
sobre lechos de niñas desnudas, entre jugadores de football,
del viento ceñidos pasamos:
y entonces caen a nuestra boca esos frutos blandos del cielo,
los pájaros, las campanas conventuales, los cometas:
aquel que se nutrió de geografía pura y estremecimiento,
ese tal vez nos vio pasar centellado.

Camaradas cuyas cabezas reposan sobre barriles,
en un desmantelado buque prófugo, lejos,
amigos míos sin lágrimas, mujeres de rostro cruel:
la medianoche ha llegado, y un gong de muerte
golpea en torno mío como el mar.
Hay en la boca el sabor, la sal de dormido.
Fiel como una condena a cada cuerpo
la palidez del distrito letárgico acude:
una sonrisa fría, sumergida,
unos ojos cubiertos como fatigados boxeadores,
una respiración que sordamente devora fantasmas.
En esta humedad de nacimiento, con esa proporción tenebrosa,
cerrada como una bodega, el aire es criminal:
las paredes tienen un triste color de cocodrilo,
una contextura de araña siniestra:
se pisa lo blando como sobre un monstruo muerto:
las uvas negras inmensas, repletas,
cuelgan de entre las ruinas como odres:
oh Capitán, en muestra hora de reparto
abre los mudos cerrojos y espérame:
allí debemos cenar vestidos de luto:
el enfermo de malaria guardará las puertas.

Mi corazón, es tarde y sin orillas,
el día como un pobre mantel puesto a secar
oscila rodeado de seres y extensión:
de cada ser viviente hay algo en la atmósfera:
mirando mucho el aire aparecerían mendigos,
abogados, bandidos, carteros, costureras,
y un poco de cada oficio, un resto humillado
quiere trabajar su parte en nuestro interior.
Yo busco desde antaño, yo examino sin arrogancia,
conquistado, sin duda, por lo vespertino.

martes, 6 de julio de 2021

Imagen viajera

De esto hace algunos días. El inmenso Brasil saltó encima del barco.
Desde temprano la bahía de Santos fue cenicienta, y luego las cosas emanaron su luz natural, el cielo se hizo azul. Entonces la orilla apareció en el color de millares de bananas, acontecieron las canoas repletas de naranjas, monos macacos se balanceaban ante los ojos y de un extremo a otro del navío chillaban con estrépito los loros reales.
Fantástica tierra. De su entraña silenciosa ni una advertencia: los macizos de luz verde y sombría, el horizonte vegetal y tórrido, su extendido, cruzado secreto de lianas gigantescas llenando la lejanía, en una circunstancia de silencio misterioso. Pero las barcas crujen desventradas de cajones: café, tabaco, frutas por enormes millares, y el olor lo tira a uno de las narices hacia la tierra.
Allí subió aquel día una familia brasilera: padre, madre y una muchacha. Ella, la niña, era muy bella.
Buena parte de su rostro la ocupaban sus ojos, absortos, negrazos, dirigidos sin prisa, con abundancia profunda de fulgor. Debajo de la frente pálida hacen notar su presencia en un aleteo constante. Su boca es grande porque sus dientes quieren brillar en la luz del mar desde lo alto de su risa. Linda criolla, compadre. Su ser comienza en dos pies diminutos y sube por las piernas de forma sensual, cuya maduridad la mirada quisiera morder.
Despacio, despacio va el barco costeando esas tierras, como si hiciera un gran esfuerzo por desprenderse, como si lo atrajeran las voces ardientes del litoral. De pronto caen sobre cubierta muy grandes mariposas negras y verdes, de pronto el viento silba con su aire caliente desde tierra adentro, tal vez trayendo la crónica de los trabajos de las plantaciones, el eco de la marcha sigilosa de los seringueiros hacia el caucho, otra vez se detiene y su pausa es una advertencia.
Porque aguas andando llegamos a la línea ecuatorial. En el desierto de agua como aceite penetra el barco sin ruido, como en un estanque. Y tiene algo de pavoroso este acceso a una atmósfera caliente en medio del océano. Dónde comienza ese anillo incendiado? El navío marcha en la más silenciosa latitud, desierta, de implacable ebullición apagada. Qué formas fantasmas habitarán el mar bajo esta presión de fuego?
Marinech, la brasilera, ocupa cada tarde su silla de cubierta frente al crepúsculo. Su rostro levemente se tiñe con las tintas del firmamento, a veces sonríe.
Es amiga mía, Marinech. Conversa en la melosa lengua portuguesa, y le encanto su idioma de juguete. Quince enamorados la rodean formando un círculo. Ella es altiva, pálida, no muestra preferencia por ninguno. Su mirada, cargada de materia sombría, está huyendo.
Bueno, las tardes al caer en la tierra se rompen en pedazos, se estrellan contra el suelo. De ahí ese ruido, esa oquedad del crepúsculo terrestre, esa greguería misteriosa que no es sino el aplastarse vespertino del día. Aquí la tarde cae en silencio letal, como el desplomarse de un oscuro trapo sobre el agua. Y la noche nos tapa los ojos de sorpresa sin que se oigan sus pasos, queriendo saber si ha sido reconocida, ella, la infinita inconfundible.

lunes, 5 de julio de 2021

Caballo de los sueños

Innecesario, viéndome en los espejos,
con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles,
arranco de mi corazón al capitán del infierno,
establezco cláusulas indefinidamente tristes.

Vago de un punto a otro, absorbo ilusiones,
converso con los sastres en sus nidos:
ellos, a menudo, con voz fatal y fría,
cantan y hacen huir los maleficios.

Hay un país extenso en el cielo
con las supersticiosas alfombras del arco-iris
y con vegetaciones vesperales:
hacia allí me dirijo, no sin cierta fatiga,
pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos,
yo sueño entre esas plantas de legumbre confusa.

Paso entre documentos disfrutados, entre orígenes,
vestido como un ser original y abatido:
amo la miel gastada del respeto,
el dulce catecismo entre cuyas hojas
duermen violetas envejecidas, desvanecidas,
y las escobas, conmovedoras de auxilio,
en su apariencia hay, sin duda, pesadumbre y certeza.
Yo destruyo la rosa que silba y la ansiedad raptora:
yo rompo extremos queridos: y aún más,
aguardo el tiempo uniforme, sin medida:
un sabor que tengo en el alma me deprime.

Qué día ha sobrevenido! Qué espesa luz de leche,
compacta, digital, me favorece!
He oído relinchar su rojo caballo
desnudo, sin herraduras y radiante.
Atravieso con él sobre las iglesias,
galopo los cuarteles desiertos de soldados
y un ejército impuro me persigue.
Sus ojos de eucaliptus roban sombra,
su cuerpo de campana galopa y golpea.

Yo necesito un relámpago de fulgor persistente,
un deudo festival que asuma mis herencias.

domingo, 4 de julio de 2021

Sabor

De falsas astrologías, de costumbres un tanto lúgubres,
vertidas en lo inacabable y siempre llevadas al lado,
he conservado una tendencia, un sabor solitario.

De conversaciones gastadas como usadas maderas,
con humildad de sillas, con palabras ocupadas
en servir como esclavos de voluntad secundaria,
teniendo esa consistencia de la leche, de las semanas muertas,
del aire encadenado sobre las ciudades.

Quién puede jactarse de paciencia más sólida?
La cordura me envuelve de piel compacta
de un color reunido como una culebra:
mis criaturas nacen de un largo rechazo:
ay, con un solo alcohol puedo despedir este día
que he elegido, igual entre los días terrestres.

Vivo lleno de una sustancia de color común, silenciosa
como una vieja madre, una paciencia fija
como la sombra de iglesia o reposo de huesos.
Voy lleno de esas aguas dispuestas profundamente,
preparadas, durmiéndose en una atención triste.

En mi interior de guitarra hay aire viejo,
seco y sonoro, permanecido inmóvil,
como una nutrición fiel, como humo:
un elemento en descanso, un aceite vivo:
un pájaro de rigor cuida mi cabeza:
un ángel invariable vive en mi espada.

Unidad

Hay algo denso, unido, sentado en el fondo,
repitiendo su número, su señal idéntica.
Cómo se nota que las piedras han tocado el tiempo,
en su fina materia hay olor a edad,
y el agua que trae el mar, de sal y sueño.

Me rodea una misma cosa, un solo movimiento:
el peso del mineral, la luz de la piel,
se pegan al sonido de la palabra noche:
la tierra del trigo, del marfil, del llanto,
las cosas de cuero, de madera, de lana,
envejecidas, desteñidas, uniformes,
se unen en torno a mí como paredes.

Trabajo sordamente, girando sobre mí mismo,
como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto.
Pienso, aislado en lo extenso de las estaciones,
central, rodeado de geografía silenciosa:
una temperatura parcial cae del cielo,
un extremo imperio de confusas unidades
se reúne rodeándome.