En la noche oceánica ladran los perros desorientados, abren sus coros las coigüillas desde el agua, y ese ruido de aguas, y esa aspiración de los seres se estira y se intercepta entre los grandes rumores del viento. La noche pasa así, batida de orilla a orilla por el rechazo de los vientos, como un aro de metales oscuros lanzando desde el norte hacia los campanarios del sur.
El amanecer solitario, empujado y retenido como una barca amarrada, oscila hasta mediodía y aparece en la soledad del pueblo la tarde de techumbres azules, blanca vela mayor del navío desaparecido.
Frente a mis ventanas detrás de los frutales verdes, más lejos de las casas del río, tres cerros se apoyan en el cielo tranquilo. Pardos, amarillentos paralelogramos de labranzas y siembras, caminos carreteros, matorrales, árboles aislados. La loma grande, de cereales dorados, quiebra lentas olas uniformes contra la cima.
Aparece la lluvia en el paisaje, cae cruzándose de todas partes del cielo. Veo agacharse los grandes girasoles dorados y oscurecerse el horizonte de los cerros por si palpitante veladura. Llueve sobre le pueblo, el agua baila desde los suburbios de Coilaco hasta la pared de los cerros; en las canchas de juego: al lado del río, entre matorrales y piedras, el mal tiempo llena los campos de apariciones de tristeza.
Lluvia, amiga de los soñadores y los desesperados, compañera de los inactivos y los sedentarios, agita, triza tus mariposas de vidrio sobre los metales de la tierra, corre por las antenas y las torres, estréllate contra las viviendas y los techos, destruye el deseo de la acción y ayuda la soledad de los que tienen las manos en tu rostro innumerable, distingo tu voz y soy tu centinela, el que despierta a tu llamado en la aterradora tormenta terrestre y deja el sueño para recoger tus collares, mientras caes sobre los caminos y los caseríos, y resuenas como persecuciones de campanas, y mojas los frutos de la noche, y sumerges profundamente tus rápidos viajes sin sentido. Así bailas sosteniéndote entre el cielo lívido y la tierra como un gran huso de plata dando vueltas entre sus hilos transparentes.
Entre las hojas mojadas, pesadas gotas como frutas suspenden de las ramas; olor a tierra, de madreselvas humedecidas; abro el portón pisando las ciruelas volteadas, camino debajo de los ganchos verdes y mojados. Aparece de pronto el el cielo entre ellos como el fondo de mi taza azul, recién limpiado de lluvias, sostenido por las ramas y peligrosamente frágil. EL perro acompañante camina, lleno de gotas como un vegetal. Al pasar entre los maíces agacha pequeñas lluvias y dobla los grandes girasoles que me ponen de pronto sus grandes escarapelas sobre el pecho.
Día sobresaltado apareces después, cerciorado de la huida del agua, y corres sigilosamente bajo el temporal, al encuentro de los cerros, abarcas dos anillos de oro que se pierden en los charcos del pueblo.
Hay una avenida de eucaliptus, hay charcas debajo de ellos, llenos de su fuerte fragancia de invierno. El gran dolor, la pesadumbre de las cosas gravita conforme voy andando. La soledad es grande en torno a mí, las luces comienzan a trepar a las ventanas y los trenes lloran, lejos, antes de entrar a los campos. Existe una palabra que explica la pesadumbre de esta hora, buscándola camino bajo los eucaliptus taciturnos, y pequeñas estrellas comienzan a asomarse a los charcos oscureciéndose.
He aquí la noche que baja de los cerros de Temuco.
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